Pont du Gard (Francia) |
En treinta y un años, le había
vuelto a ver tres o cuatro veces y siempre como en un susurro, pues los
encuentros pasaban fugaces turbados en la procesión de los sociales cumplidos.
La última vez, de hecho, con el corazón dolido por tensiones que
indirectamente me atañían y de las que, si bien me mantuve al margen, se
produjeron heridas que por un tiempo mi inmadurez se negó a sanar; con razón
quizás, pues me postulé en causas que creí justas, pero cometiendo el verde
error de posicionarme en la postura de los fuertes sin tan siquiera tratar de buscar
el epicentro de aquello y opinar por mí
mismo.
Después silencio e indiferencia,
y mientras el tiempo tabicaba y condenaba la sala del mutuo afecto, la vida
proseguía construyendo sobre los cimientos de las ilusiones tratando de
ausentarse de aquello que, como muchos otros avatares mundanos, distorsionaba.
Mas los años van cayendo como
losas y si otrora uno sacaba pecho reivindicándose como adalid de la justicia, es ahora que la vida implacable, en el
terrible momento en el que decide separarse de aquellos que han significado
algo en ti, te amonesta y muestra ante tus ojos lo banal de aquellos
entresijos que te distanciaron.
Lo frío de una madera noble en
una tarde de primavera, una sima entre otras ya ocupadas y manos temblorosas
sosteniendo media vida. Una soga que mientras la sueltas, conduce tus recuerdos
al abismo y un pedacito de corazón que se desgarra abofeteando al orgullo para acompañar a recuerdos
de una niñez que mi esencia nunca olvidará.
El tiempo reordena todo mas
quizás, cuando ya es tarde.
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