miércoles, 27 de junio de 2012

EL MINUTERO.- RELATO CORTO

Antonio Díaz, se ganaba la vida ejerciendo de minutero trotamundos, en unos años en los que había carestía de todo; y aunque ya no eran tan duras las cosas, como en aquellos días de las cartillas de racionamiento y el estraperlo, lo cierto es que para nada eran fáciles en un terruño devastado, que empezaba a ver la luz tras aflojarse la mano de un aislamiento internacional que había pasado factura de manera demoledora, en los tiempos de miseria que sobrevinieron tras la conflagración fratricida, que de sangre inocente colmó, campos y ciudades de toda España.
Padre de seis hijos y con cuarenta y nueve primaveras ya a sus espaldas, frecuentaba las ferias de los pueblos, acompañado de su primogénito, mozo de diecisiete años, que le ayudaba en la pesada tarea de cargar con todo el material necesario para su trabajo; trípode, cajón de madera, cubetas, objetivo, etc., a la par que aprendía de su ascendente el oficio.
La cámara era un mundo, y él, un soñador profesional que en cada instantánea comprimía los sentimientos del mismo en una pose o un gesto, en una sonrisa, en el brillo particular de una mirada, en la magia especial que irradiaban reveladoras pupilas… Unos minutos de espera y el alma quedaba atrapada por siempre en aquel papel tratado con mimo que el cliente recibía y guardaba como oro en paño como tratando de salvaguardar su esencia. De ahí que les llamaran “minuteros”, en referencia a la espera del milagro técnico; aunque quizá más acertado, hubiera sido el nombrarlos como “Guardianes de Ánimas Vivas”.
Arribó a la Calzada de Oropesa, pueblo de la provincia de Toledo, la segunda semana del mes de mayo del año 1959. Se celebraba por aquel entonces la feria de aquel lugar, un importante evento en aquel enclave a camino entre Navalmoral de la Mata y Talavera de la Reina y al que acudían numerosas personas de las localidades de la comarca, atraídas por el buen ambiente y esas buenas ocasiones que hallar, entre ese ganado que se ofertaba y comerciaba, justificación a la celebración anual del acontecimiento.
Ya instalados en la posada del lugar, acudió el fotógrafo a Don Andrés, el patrón de la misma, para que le informase del lugar donde se hallaba el médico del pueblo, pues era mucha la fatiga y malestar que arrastraba desde hacía ya unos días y quizá unas décimas de fiebre que, en sus palabras, “le tenían hecho unos zorros”. Así que, bien orientado por el dueño de la fonda, acudió presto al galeno, con la esperanza de que le recetase remedio que calmase su incomodidad y así afrontar, con adecuado alivio a sus dolencias, las apretadas jornadas de trabajo que le tocaba acometer.
El veredicto clínico de Don Luís, doctor entonces de La Calzada y sus pedanías, fue incontestable:
-Tiene usted una gripe de caballo. Más le valdría parar dos o tres días guardando cama que su cuerpo lo agradecerá-. Sentenció.
-¡Ya quisiera yo señor, pero mi muchacho apenas se maneja en el oficio y son muchas las bocas que he de mantener!-
-No le digo yo que no, pero no está usted ahora mismo en condiciones ni de cargar una alforja. No pretendo asustarle, que para nada es lo suyo como esa terrible pandemia que se llevó tantas vidas hace más bien poco, pero quizá debería considerar, que a veces es necesario dar un descanso al fuelle, antes de que éste se rompa-
-¡Rediez doctor, que cuando el fuego anda necio, tira de soplón uno para aventar las pavas… que si se gripa y no hay más remedio, si es necesario se acude a lo más cercano y socorrido, para que siga templando la llama!-
-¡Mantenga, mantenga vivo el candil, que como prenda, luego no habrá remedio!- dijo el médico contrariado.
-No se me enfade doctor, que no es mi intención enojarle, ¿pero no puede recetarme algún remedio que un poco me alivie?, que “aluego”, le doy mi palabra, que pasada la feria me quedo quieto como esos que para mis estampas posan… ¡palabrita!-
-¡Que sé por su acento que no es del “bolo”, pero cabezota como si lo fuere!- replicó el galeno -mire, haga lo que usted crea oportuno. Yo le voy a recetar unos sellos que han de prepararle en la botica y que a buen seguro le aliviarán, pero haga usted el favor de hacerme caso y en cuanto tenga oportunidad guarde cama, que tentamos a la suerte y luego no hay vuelta atrás.-
-Descuide señor que así lo haré- confirmó el fotógrafo.
Tras abonar al médico sus servicios, tomó calle abajo dirigiéndose hacia la farmacia, que justamente se encontraba al lado de la posada en la que se alojaba y donde don José Mendoza, boticario regente y vecino del pueblo, gentilmente le preparó la magistral fórmula por Don Luis manuscrita.
Con el remedio en la mano y en principio su agenda laboral nuevamente reestructurada, poco tardó en tomar buena cuenta de la medicina y toda vez que hasta por la tarde no se esperaba que empezara a llegar la gente, y que su muchacho, roto por el cansancio, dormitaba en el jergón compartido, ajeno a los males del patriarca, optó por hacer tiempo acercándose a una taberna de la plaza que bien conocía de batallas anteriores.
Y es que no hacía mucho que había estado por allí. Ocho meses antes, en las fiestas del Santísimo Cristo, había conocido a Aurora, una moza, hija de un rico terrateniente de la comarca de la que, si bien, aconsejado por el propio sentido común, no había osado decirle palabra más descolocada que otra, lo cierto es que le tenía prendado, presintiendo su espíritu que, los mismos sentimientos rondaban por el alma de ella. -Soy hombre casado-, le dijo entonces al límite del adulterio, en el pilón de Carrasca; y la hija de Don Ricardo, airada y sintiéndose despreciada, acabó aquellas fiestas en brazos del boticario, buen partido por su dote, pero feo en cuerpo y espíritu hasta el estremecimiento.
Y allí estaba él, en el Bar del Luengo, el lugar donde la conoció, echándose un chato de vino de pitarra que acompañaba con unos torreznos mientras contemplaba por el ventanal aquella plaza que en breves horas, estaría atestada de puestos de venta, en tanto él, con su trípode al hombro, su cajón y sus cubetas, trataría de plasmar cada sentimiento con el amor que el arte atrae y el afán de la necesidad que el poderoso hambre reclamaba.
Se sintió incapaz de apurar aquel vaso de vino; la vista se le nublaba y sudores fríos recorrían su cuerpo sumiéndole en imprecisos e incontenibles estertores imposibles de ser controlados por el central sentido. Tambaleándose y como buenamente pudo, pagó la consumición y tomó la puerta de salida con el ánimo de afrontar el pequeño repecho que de la plaza conducía a la fonda…
Aquella leve costanera se destapó como el gran cajón oscuro de su vida, y allí, en una estampa que tan solo recogió el adoquinado del suelo, quedó inerte el minutero, apurando esas convulsiones que cadentes y en pocos segundos, más espaciadas en ritmo, hallaron el frío silencio de un deambular terrenal que irremisible concluía.
Nada pudo hacer por él Don Luís, que allá se personó de inmediato avisado por algún paisano, pudiendo tan solo el médico, certificar la defunción del malogrado fotógrafo y consignando en el impreso como causa del deceso, un posible envenenamiento.
Al minutero se lo llevaron en un coche fúnebre a la cercana localidad de Puente del Arzobispo, cabeza judicial de la comarca y lugar donde se le habría de practicar la autopsia. En tanto, en cada esquina del pueblo, corrió como la pólvora la sentencia, de que había sido el boticario, quien llevado por los celos, al conocer las andanzas de su prometida meses antes, consumó venganza.
Enterado el licenciado del enredo y barbaridades que sobre su persona pesaban, acudió a la fonda con idénticos sellos magistrales, que los que le había suministrado al fotógrafo y allí, en presencia de numerosos paisanos, ingirió el contenido de tres de los siete que le quedaban, defendiendo que sus preparados, no contenían sustancia nociva alguna.
Apenas tragados, notó síntomas de malestar y se encaminó apresuradamente al local de la botica para tratar de remediar aquello tomando varios vomitivos. A la hora y media, José Mendoza, farmacéutico de La Calzada de Oropesa, víctima de sus errores y buena fe, dejaba de existir. La equivocación de sustituir estricnina por quinina había resultado letal y terrible.

NOTA DEL AUTOR: Este relato está basado en un hecho real, acontecido en las fechas y lugares que se citan en el texto. A través del diario digital ABC (www.abc.es) , en su hemeroteca, pueden encontrar referencia al hecho, en la edición de la mañana de este periódico, del día 12 de mayo de 1959. No obstante y en lo que se refiere a esa hipotética relación que cito respecto del minutero con una muchacha del pueblo y al noviazgo posterior de esta última con el boticario, he de dejar claro que son consecuencia de mi imaginación, a fin de dar algo más de contenido al relato. Igualmente ocurre con las descripciones de los personajes, así como la escena previa a la muerte del fotógrafo en el Bar Luengo, sitio estupendo, por cierto, para tomar unas cañas.

5 comentarios:

  1. Excelente relato amigo José y más si como bien dices sacado está de un hecho real. Cuantos se habrán ido para el otro barrio a consecuencia de las tropelías de médicos y matasanos. Enhorabuena por la publicación de tu primer libro que habré de adquirir próximamente y a continuar con la tarea. Yo tengo mis relatos maquetados en forma de libro y algún día me haría ilusión acometer su publicación. Cuando lo haga te pediré consejo. Un abrazo-

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  2. Muiy buen relato José, cuando puedas pasato por el blog "La Morada del Búho", hay un regalito para ti.

    Un abrazo !!.

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  3. Me ha gustado el relato pero que pena que se muriese el fotógrafo y luego el voticario, pero a éste ya le valió, confundir la estricnina con la quinina...
    Un abrazo amigo José,

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  4. Quería decirte que ya tengo el aviso de correos de Juan Carlos López, supongo que es tu Compendio de relatos, ya te diré, solo para que lo supieses...
    Un abrazo José,

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  5. Ya tengo el libro, gracias Costampla por la preciosa dedicatoria..., lo he estado hojeando y en principio me gusta, el prólogo de Javier es genial, ya te contaré...
    Abrazo amigo,

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