Antonio
Díaz, se ganaba la vida ejerciendo de minutero trotamundos, en unos años en los
que había carestía de todo; y aunque ya no eran tan duras las cosas, como en
aquellos días de las cartillas de racionamiento y el estraperlo, lo cierto es
que para nada eran fáciles en un terruño devastado, que empezaba a ver la luz
tras aflojarse la mano de un aislamiento internacional que había pasado factura
de manera demoledora, en los tiempos de miseria que sobrevinieron tras la
conflagración fratricida, que de sangre inocente colmó, campos y ciudades de
toda España.
Padre
de seis hijos y con cuarenta y nueve primaveras ya a sus espaldas, frecuentaba
las ferias de los pueblos, acompañado de su primogénito, mozo de diecisiete
años, que le ayudaba en la pesada tarea de cargar con todo el material
necesario para su trabajo; trípode, cajón de madera, cubetas, objetivo, etc., a
la par que aprendía de su ascendente el oficio.
La
cámara era un mundo, y él, un soñador profesional que en cada instantánea
comprimía los sentimientos del mismo en una pose o un gesto, en una sonrisa, en
el brillo particular de una mirada, en la magia especial que irradiaban
reveladoras pupilas… Unos minutos de espera y el alma quedaba atrapada por
siempre en aquel papel tratado con mimo que el cliente recibía y guardaba como
oro en paño como tratando de salvaguardar su esencia. De ahí que les llamaran
“minuteros”, en referencia a la espera del milagro técnico; aunque quizá más
acertado, hubiera sido el nombrarlos como “Guardianes de Ánimas Vivas”.
Arribó
a la Calzada de Oropesa, pueblo de la provincia de Toledo, la segunda semana
del mes de mayo del año 1959. Se celebraba por aquel entonces la feria de aquel
lugar, un importante evento en aquel enclave a camino entre Navalmoral de la
Mata y Talavera de la Reina y al que acudían numerosas personas de las
localidades de la comarca, atraídas por el buen ambiente y esas buenas
ocasiones que hallar, entre ese ganado que se ofertaba y comerciaba,
justificación a la celebración anual del acontecimiento.
Ya
instalados en la posada del lugar, acudió el fotógrafo a Don Andrés, el patrón
de la misma, para que le informase del lugar donde se hallaba el médico del
pueblo, pues era mucha la fatiga y malestar que arrastraba desde hacía ya unos
días y quizá unas décimas de fiebre que, en sus palabras, “le tenían hecho unos
zorros”. Así que, bien orientado por el dueño de la fonda, acudió presto al
galeno, con la esperanza de que le recetase remedio que calmase su incomodidad
y así afrontar, con adecuado alivio a sus dolencias, las apretadas jornadas de
trabajo que le tocaba acometer.
El
veredicto clínico de Don Luís, doctor entonces de La Calzada y sus pedanías,
fue incontestable:
-Tiene
usted una gripe de caballo. Más le valdría parar dos o tres días guardando cama
que su cuerpo lo agradecerá-. Sentenció.
-¡Ya
quisiera yo señor, pero mi muchacho apenas se maneja en el oficio y son muchas
las bocas que he de mantener!-
-No
le digo yo que no, pero no está usted ahora mismo en condiciones ni de cargar
una alforja. No pretendo asustarle, que para nada es lo suyo como esa terrible
pandemia que se llevó tantas vidas hace más bien poco, pero quizá debería
considerar, que a veces es necesario dar un descanso al fuelle, antes de que
éste se rompa-
-¡Rediez
doctor, que cuando el fuego anda necio, tira de soplón uno para aventar las
pavas… que si se gripa y no hay más remedio, si es necesario se acude a lo más
cercano y socorrido, para que siga templando la llama!-
-¡Mantenga,
mantenga vivo el candil, que como prenda, luego no habrá remedio!- dijo el
médico contrariado.
-No
se me enfade doctor, que no es mi intención enojarle, ¿pero no puede recetarme
algún remedio que un poco me alivie?, que “aluego”, le doy mi palabra, que
pasada la feria me quedo quieto como esos que para mis estampas posan…
¡palabrita!-
-¡Que
sé por su acento que no es del “bolo”, pero cabezota como si lo fuere!- replicó
el galeno -mire, haga lo que usted crea oportuno. Yo le voy a recetar unos
sellos que han de prepararle en la botica y que a buen seguro le aliviarán,
pero haga usted el favor de hacerme caso y en cuanto tenga oportunidad guarde
cama, que tentamos a la suerte y luego no hay vuelta atrás.-
-Descuide
señor que así lo haré- confirmó el fotógrafo.
Tras
abonar al médico sus servicios, tomó calle abajo dirigiéndose hacia la
farmacia, que justamente se encontraba al lado de la posada en la que se
alojaba y donde don José Mendoza, boticario regente y vecino del pueblo,
gentilmente le preparó la magistral fórmula por Don Luis manuscrita.
Con
el remedio en la mano y en principio su agenda laboral nuevamente
reestructurada, poco tardó en tomar buena cuenta de la medicina y toda vez que
hasta por la tarde no se esperaba que empezara a llegar la gente, y que su
muchacho, roto por el cansancio, dormitaba en el jergón compartido, ajeno a los
males del patriarca, optó por hacer tiempo acercándose a una taberna de la
plaza que bien conocía de batallas anteriores.
Y
es que no hacía mucho que había estado por allí. Ocho meses antes, en las
fiestas del Santísimo Cristo, había conocido a Aurora, una moza, hija de un
rico terrateniente de la comarca de la que, si bien, aconsejado por el propio
sentido común, no había osado decirle palabra más descolocada que otra, lo
cierto es que le tenía prendado, presintiendo su espíritu que, los mismos
sentimientos rondaban por el alma de ella. -Soy hombre casado-, le dijo
entonces al límite del adulterio, en el pilón de Carrasca; y la hija de Don
Ricardo, airada y sintiéndose despreciada, acabó aquellas fiestas en brazos del
boticario, buen partido por su dote, pero feo en cuerpo y espíritu hasta el
estremecimiento.
Y
allí estaba él, en el Bar del Luengo, el lugar donde la conoció, echándose un
chato de vino de pitarra que acompañaba con unos torreznos mientras contemplaba
por el ventanal aquella plaza que en breves horas, estaría atestada de puestos
de venta, en tanto él, con su trípode al hombro, su cajón y sus cubetas,
trataría de plasmar cada sentimiento con el amor que el arte atrae y el afán de
la necesidad que el poderoso hambre reclamaba.
Se
sintió incapaz de apurar aquel vaso de vino; la vista se le nublaba y sudores
fríos recorrían su cuerpo sumiéndole en imprecisos e incontenibles estertores imposibles
de ser controlados por el central sentido. Tambaleándose y como buenamente
pudo, pagó la consumición y tomó la puerta de salida con el ánimo de afrontar
el pequeño repecho que de la plaza conducía a la fonda…
Aquella
leve costanera se destapó como el gran cajón oscuro de su vida, y allí, en una
estampa que tan solo recogió el adoquinado del suelo, quedó inerte el minutero,
apurando esas convulsiones que cadentes y en pocos segundos, más espaciadas en
ritmo, hallaron el frío silencio de un deambular terrenal que irremisible
concluía.
Nada
pudo hacer por él Don Luís, que allá se personó de inmediato avisado por algún
paisano, pudiendo tan solo el médico, certificar la defunción del malogrado
fotógrafo y consignando en el impreso como causa del deceso, un posible
envenenamiento.
Al
minutero se lo llevaron en un coche fúnebre a la cercana localidad de Puente
del Arzobispo, cabeza judicial de la comarca y lugar donde se le habría de
practicar la autopsia. En tanto, en cada esquina del pueblo, corrió como la
pólvora la sentencia, de que había sido el boticario, quien llevado por los
celos, al conocer las andanzas de su prometida meses antes, consumó venganza.
Enterado
el licenciado del enredo y barbaridades que sobre su persona pesaban, acudió a
la fonda con idénticos sellos magistrales, que los que le había suministrado al
fotógrafo y allí, en presencia de numerosos paisanos, ingirió el contenido de
tres de los siete que le quedaban, defendiendo que sus preparados, no contenían
sustancia nociva alguna.
Apenas
tragados, notó síntomas de malestar y se encaminó apresuradamente al local de
la botica para tratar de remediar aquello tomando varios vomitivos. A la hora y
media, José Mendoza, farmacéutico de La Calzada de Oropesa, víctima de sus errores
y buena fe, dejaba de existir. La equivocación de sustituir estricnina por
quinina había resultado letal y terrible.
Excelente relato amigo José y más si como bien dices sacado está de un hecho real. Cuantos se habrán ido para el otro barrio a consecuencia de las tropelías de médicos y matasanos. Enhorabuena por la publicación de tu primer libro que habré de adquirir próximamente y a continuar con la tarea. Yo tengo mis relatos maquetados en forma de libro y algún día me haría ilusión acometer su publicación. Cuando lo haga te pediré consejo. Un abrazo-
ResponderEliminarMuiy buen relato José, cuando puedas pasato por el blog "La Morada del Búho", hay un regalito para ti.
ResponderEliminarUn abrazo !!.
Me ha gustado el relato pero que pena que se muriese el fotógrafo y luego el voticario, pero a éste ya le valió, confundir la estricnina con la quinina...
ResponderEliminarUn abrazo amigo José,
Quería decirte que ya tengo el aviso de correos de Juan Carlos López, supongo que es tu Compendio de relatos, ya te diré, solo para que lo supieses...
ResponderEliminarUn abrazo José,
Ya tengo el libro, gracias Costampla por la preciosa dedicatoria..., lo he estado hojeando y en principio me gusta, el prólogo de Javier es genial, ya te contaré...
ResponderEliminarAbrazo amigo,