jueves, 24 de mayo de 2012

MARÍA DE LA MONTAÑA.- RELATO CORTO


Nunca podremos huir de la miseria que está dentro de nosotros.
Arthur Golden

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...-Esta mañana un viejo me ha dicho que me daba cincuenta bolívares -menos de veinticinco pesetas- si le tocaba el chaparro[1]- comentó la muchacha. –Le he dado una patada y he salido corriendo ¡casi me atrapa!-....

Supe de ella a finales de un abril de 1996, cuando arribé a tierras de Venezuela en justa celebración al pacto sellado horas antes en el ara de una iglesia y  por el que me entregaba, en cuerpo y alma, para siempre, al sentido de mi existencia; esa gema que de la mano, aterrizó conmigo en la Isla de Margarita.
Aun no alcanzaba yo los veintiséis por aquel tiempo, mas preveía que desde entonces, mi alma maduraría a pasos agigantados rendido al peso de la adulta responsabilidad; pero no era momento de vaivenes existenciales y sí el de deleitarse con las delicias que,  la sublime felicidad y un buen puñado de dólares en el bolsillo, ponía a mi alcance en aquel viaje de luna de miel.  Para lo demás ya habría turno hasta hastiarse.
Recuerdo ir una noche a Porlamar, la principal metrópoli del estado de Nueva Esparta, formado por el archipiélago en el que a la gran Margarita le acompañaban otras dos pequeñas islas más, las de Coche y Cubagua.  Nos allegamos por la ciudad para visitar el “Gran Casino”, irónico y superlativo adjetivo para una desvencijada nave, inmersa en una antológica orgía de luces de colores, que destellaban intermitentes, en mitad de la nada.  Apostamos con supina manirrotez al bingo, al black-jack, a la ruleta… Diríase que era como jugar al Monopoly, básicamente porque al cambio, de nuestra moneda al bolivar, que era como se llamaba la suya, todo parecía demencialmente barato, sobre todo para dos pobres diablos que allá se sentían de poderosos posibles y que  sin embargo, en España, se las veían y deseaban para poder llegar a fin de mes.
Viene también a mi memoria, aquella tarde en la que en una excursión guiada por la isla, visitamos una playa de increíble belleza, junto a otros turistas españoles también alojados en nuestro hotel, y uno de los del grupo, negoció con un lugareño, que vendía ostras de tumbona en tumbona, consiguiendo que éste le vendiera un cubo enorme, repleto del preciado molusco, por la irrisoria cantidad de seis mil bolívares (al cambio dos mil pesetas).  Aquel hombre de piel curtida por el sol y la brisa marina, permaneció a nuestro lado, abriendo de una en una cada ostra con su cuchillo artesano y ofreciéndoselas a los presentes tras aderezarlas con un chorro de limón. 
Otra anécdota, fue la que se dio aquella misma mañana. Nuestro autobús había hecho parada en la ciudad de Juan Griego, donde era costumbre que un niño de la zona, subiera al vehículo para contarles a los turistas la historia del pueblo, cantando una canción, para así sacarse una propinilla.  Dos niños y una niña, esperaban nuestra llegada.  Cuando el coche se detuvo, los dos varones se enzarzaron en una virulenta pelea donde mediaron puñetazos, mordiscos e incluso piedras, en batalla por ganarse el acceso.  El conductor se limitó a echarlos de allí a patadas y fue la niña, quien finalmente se benefició de la trifulca.   A lo lejos pudimos observar como los dos pequeños, que minutos antes se estaban moliendo a palos, permanecían en tensa espera, silenciosos con la mirada clavada en nosotros, en un gesto que denotaba reproche sustentado sobre una peana de incomprensión.  También se adivinaba en sus rostros,  la avidez del cazador que espera, tener a su presa a campo abierto.
Creo que fue a la mañana siguiente cuando regresamos a Porlamar. Por nuestra cuenta y ajenos del grupo, tomamos un taxi para acercarnos al mercado de la ciudad y hacer compras.  Cambié 500 dólares en la recepción del hotel, advirtiéndome el muchacho que la atendía que tuviera especial cuidado de deambular con tanto dinero por el popular zoco.  Con muy buenas palabras vino a transmitirme el mensaje de que mi actitud era poco menos que temeraria e irresponsable.  Recuerdo que también me dijo que aquella cantidad era más o menos su sueldo de cuatro meses.
He decir que nada malo nos paso, sino todo lo contrario.  No sé si fue cuestión de suerte o quizá que, lo que nos contaron respecto a la delincuencia, era superlativamente exagerado.  Lo cierto es que pasamos una espléndida mañana de domingo, inmersos en los entresijos populares, realizando nuestras compras en el mercado municipal de Conejeros, sin pasar apuro ni temor alguno.  Y es que Margarita significaba compras y el motivo era bien sencillo: Margarita era puerto libre, esto es, libre de impuestos.
Finiquitada la bacanal consumista y cargados como acémilas con decenas de bolsas en las que abundaba tabaco y ropa, decidimos almorzar en un sencillo restaurante al aire libre, situado en el mismo complejo comercial, y tras dar buena cuenta de una deliciosa empanada “de pabellón”, que en un solo bocado incluía carne mechada, caraotas negras, plátano frito y queso; procedimos a librar batalla contra la enorme parrillada de marisco que ante nuestros ojos se presentaba, en una bandeja plateada, que ocupaba la mesa de lado a lado, presidida por una espectacular langosta.
Fue entonces cuando vimos a María de la Montaña, menuda y descalza, que encaramada sobre el capó de un coche, se asomaba a los contenedores de basura con la esperanza de hallar algo distinto que llevarse a la boca, que aquella putrefacta concha de cangrejo, que con avidez chupeteaba.  Aquella niña no llegaba a los diez años de edad.
Ante la dantesca imagen, nuestros estómagos quedaron encogidos por el espanto y probablemente también por la propia vergüenza y un incipiente sentido de la culpabilidad.  Nos sentimos sucios, despreciables, ruines derrochadores que miraban para otro lado, ausentes de la realidad, pero a quienes aquella mañana, se les cayeron al suelo sus gafas con lentes de madera, y se toparon cara a cara con la cruel miseria.
La llamamos para que se acercara a nuestra mesa, mas desconfiada, se bajó al suelo y se escondió detrás del contenedor.  De cuando en cuando asomaba sus vivarachos ojillos que denotaban curiosidad a la par que temor, pero en cuanto detectaba que la mirábamos, retrocedía de nuevo a su frágil escondrijo.  Traté incluso de aproximarme a ella para invitarle a que se acercara, pero en cuanto me vio levantarme, salió corriendo como alma que lleva el diablo.  Cinco minutos después, volvíamos a descubrir sus enormes ojos, vigilantes, observándonos desde los cubos de desechos.
Lo comentamos con el camarero que nos atendía y éste, pronto nos puso en antecedentes.  La pequeña se llamaba María de la Montaña, tenía nueve años recién cumplidos y era la mayor de cuatro hermanos.  Vivían en un poblado de chabolas en el extrarradio de la ciudad junto a su madre.  El padre cumplía condena en una prisión de Caracas.  La madre, alcohólica, ponía cada mañana en la calle a los tres más mayores para que mendigaran y no había día que alguno de ellos no recibiera una dura paliza por no traer a casa lo suficiente conforme a las expectativas de su progenitora.
El empleado del restaurante, convenció a la pequeña para que se acercara a nosotros.  Le pareció bien que la invitáramos a comer pero hizo mucho hincapié en aconsejarnos que no le diéramos dinero alguno a la niña aunque nos lo pidiera ya que entendía que aquello solo beneficiaría a los vicios de la madre y para nada revertiría en algo positivo para los pequeños.

Le dijimos a la muchacha que comiera lo que quisiera de aquella parrillada o si lo deseaba, que se pidiera el plato que más le apeteciera de la carta.  Ambas cosas hizo, mas la cima de su entusiasmo llegó cuando le sirvieron un plato enorme de pollo con patatas fritas, su comida preferida según ella nos contó y ante la que se desquiciaba en su educado empeño de tomarla con cuchillo y tenedor.
-¡El pollo se come con las manos, María!- le dijo Pilar sonriendo.
Y entonces asintió con una enorme sonrisa y tomando un muslo con las manos, lo devoró con superlativa ansiedad y deleite.
Eran sus ojos como dos gemas pulidas que sacudían el normal contraste del día a día.  Era su sonrisa un alegato a la esperanza rendida a los pleitos de un mundo injusto que sin pedirle permiso, la había sometido a la más oscura mazmorra; la de la desesperanza que crecía oculta tras su infinita sonrisa.
-Esta mañana un viejo me ha dicho que me daba cincuenta bolívares -menos de veinticinco pesetas- si le tocaba el chaparro[1]- comentó la muchacha. –Le he dado una patada y he salido corriendo ¡casi me atrapa!-
-¡Qué hijo e’ puta!- dijo el camarero  - ¿sabes quién es? ¿Le conoces?-
-No, ese no es de Porlamar. Me parece que era turista- afirmó la niña.
-Ten cuidado cuando regreses a casa y si ves a ese hombre de nuevo, sal corriendo y ven aquí a decírmelo. ¡Tu madre no debería dejaros solos en la calle!-  se lamentó el del restaurante.
Mientras engullía un generoso plato con distintas frutas troceadas, María de la Montaña nos habló de cómo era su vida en el poblado de Los Cocos.  Nos dijo que le gustaba mucho la escuela pero que no podía ir tan a menudo como ella deseaba pues su madre en muchas ocasiones se lo impedía.
-Don Matías, el cura, dice que dibujo muy bien.  Cuando sea mayor me iré a vivir a Caracas y allí pintaré y venderé mis cuadros- Nos aseveró convencida –Don Matías es muy bueno y nos ayuda mucho, pero mamita no le quiere, le va a castigar Jesus por cotufa[2]-
 Sobre las seis de la tarde, tomamos un taxi para regresar a nuestro hotel.  Al día siguiente acabábamos nuestras vacaciones y debíamos tomar el avión hacia España.  Allí se quedó María de la Montaña, con un helado en la mano y cien bolívares en el bolsillo; quizá no se beneficiaría materialmente de ellos, pero a buen seguro que le ayudarían a que aquella jornada no sufriera paliza alguna.
Dios sabe que si hubiera sido legalmente posible, María de la Montaña habría embarcado al día siguiente con nosotros, rumbo a una vida mejor, pero lo triste es que allí se quedó, abandonada a la suerte de una vida que nadie le dio la oportunidad de elegir.
María de la Montaña, si ha sobrevivido al páramo de desdicha por el que deambulaba, tendrá hoy en día veinticinco años.  Quizá, como ella deseaba, viva en Caracas y sea una afamada pintora.  Quizá nunca tuviera la oportunidad de volar hacia sus sueños y siga formando parte de ese mundo de extrema pobreza, que todos sabemos existe, pero que nadie queremos ver.
Cuantas veces nos quejamos por medianías, mirando solo por nosotros mismos y obviando lo verdaderamente dramático y humanamente importante.
Aquel día marcó un antes y un después en nuestra vida y de manos de una niña, recibimos una lección magistral que caló en nuestra alma con poderosa fuerza.
En todo confín de la tierra, miles y miles de “Marías de la Montaña”, claman al cielo esperando que algún día, acabe la injusticia para poder ver sus sueños cumplidos.


[1] Chaparro= pene
[2] Cotufa= tonta.


6 comentarios:

  1. Tantas y tantas (demasiadas) Marias de la Montaña que pasan por nuestra vida sin dejar huella. Me pregunto si es puro individualismo, o si por el contrario se trata de un mecanismo de defensa ante situaciones que no hemos provocado y que nada podemos hacer por mejorarlas.
    En todo caso, te agradezco que en estos momentos tan difíciles para nuestro país nos recuerdes que siempre hay personas que lo pasan peor y que debemos dar gracias por lo que tenemos aunque sea poco y tratar de compartir ese poco con los que nada tienen.
    ¡Muy buena lección! Gracias José Carlos.
    Un abrazo.

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  2. los pelos de punta, jose carlos, soy ucla, me gusto mucho, gracias..

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  3. Pues sí Amaia. Demasiados dramas y poco empuje para solucionarlos. Somos unos privilegiados.. Besos

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  4. Ostras Ucla, que alegría :))) ¿que te cuentas tío?. Bienvenido a esta mi humilde casa. Un abrazo compi

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  5. interesante blog, josé, el leido algo, me gusta.. ahora a seguir leyendote, un abrazon colega...

    ucla

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