Nunca podremos huir de la miseria que está dentro de nosotros.
Arthur Golden
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...-Esta mañana un viejo me ha dicho que me daba cincuenta bolívares -menos de veinticinco pesetas- si le tocaba el chaparro[1]- comentó la muchacha. –Le he dado una patada y he salido corriendo ¡casi me atrapa!-....
Supe de ella a finales de un
abril de 1996, cuando arribé a tierras de Venezuela en justa celebración al
pacto sellado horas antes en el ara de una iglesia y por el que me entregaba, en cuerpo y alma,
para siempre, al sentido de mi existencia; esa gema que de la mano, aterrizó
conmigo en la Isla de Margarita.
Aun no alcanzaba yo los
veintiséis por aquel tiempo, mas preveía que desde entonces, mi alma maduraría
a pasos agigantados rendido al peso de la adulta responsabilidad; pero no era
momento de vaivenes existenciales y sí el de deleitarse con las delicias que, la sublime felicidad y un buen puñado de
dólares en el bolsillo, ponía a mi alcance en aquel viaje de luna de miel. Para lo demás ya habría turno hasta hastiarse.
Recuerdo ir una noche a
Porlamar, la principal metrópoli del estado de Nueva Esparta, formado por el
archipiélago en el que a la gran Margarita le acompañaban otras dos pequeñas
islas más, las de Coche y Cubagua. Nos
allegamos por la ciudad para visitar el “Gran Casino”, irónico y superlativo
adjetivo para una desvencijada nave, inmersa en una antológica orgía de luces
de colores, que destellaban intermitentes, en mitad de la nada. Apostamos con supina manirrotez al bingo, al
black-jack, a la ruleta… Diríase que era como jugar al Monopoly, básicamente
porque al cambio, de nuestra moneda al bolivar, que era como se llamaba la
suya, todo parecía demencialmente barato, sobre todo para dos pobres diablos
que allá se sentían de poderosos posibles y que
sin embargo, en España, se las veían y deseaban para poder llegar a fin
de mes.
Viene también a mi memoria,
aquella tarde en la que en una excursión guiada por la isla, visitamos una
playa de increíble belleza, junto a otros turistas españoles también alojados
en nuestro hotel, y uno de los del grupo, negoció con un lugareño, que vendía
ostras de tumbona en tumbona, consiguiendo que éste le vendiera un cubo enorme,
repleto del preciado molusco, por la irrisoria cantidad de seis mil bolívares
(al cambio dos mil pesetas). Aquel
hombre de piel curtida por el sol y la brisa marina, permaneció a nuestro lado,
abriendo de una en una cada ostra con su cuchillo artesano y ofreciéndoselas a
los presentes tras aderezarlas con un chorro de limón.
Otra anécdota, fue la que se dio
aquella misma mañana. Nuestro autobús había hecho parada en la ciudad de Juan
Griego, donde era costumbre que un niño de la zona, subiera al vehículo para contarles
a los turistas la historia del pueblo, cantando una canción, para así sacarse
una propinilla. Dos niños y una niña,
esperaban nuestra llegada. Cuando el
coche se detuvo, los dos varones se enzarzaron en una virulenta pelea donde
mediaron puñetazos, mordiscos e incluso piedras, en batalla por ganarse el
acceso. El conductor se limitó a
echarlos de allí a patadas y fue la niña, quien finalmente se benefició de la
trifulca. A lo lejos pudimos observar
como los dos pequeños, que minutos antes se estaban moliendo a palos,
permanecían en tensa espera, silenciosos con la mirada clavada en nosotros, en
un gesto que denotaba reproche sustentado sobre una peana de
incomprensión. También se adivinaba en
sus rostros, la avidez del cazador que
espera, tener a su presa a campo abierto.
Creo que fue a la mañana
siguiente cuando regresamos a Porlamar. Por nuestra cuenta y ajenos del grupo,
tomamos un taxi para acercarnos al mercado de la ciudad y hacer compras. Cambié 500 dólares en la recepción del hotel,
advirtiéndome el muchacho que la atendía que tuviera especial cuidado de deambular
con tanto dinero por el popular zoco.
Con muy buenas palabras vino a transmitirme el mensaje de que mi actitud
era poco menos que temeraria e irresponsable.
Recuerdo que también me dijo que aquella cantidad era más o menos su
sueldo de cuatro meses.
He decir que nada malo nos paso,
sino todo lo contrario. No sé si fue
cuestión de suerte o quizá que, lo que nos contaron respecto a la delincuencia,
era superlativamente exagerado. Lo
cierto es que pasamos una espléndida mañana de domingo, inmersos en los
entresijos populares, realizando nuestras compras en el mercado municipal de
Conejeros, sin pasar apuro ni temor alguno.
Y es que Margarita significaba compras y el motivo era bien sencillo:
Margarita era puerto libre, esto es, libre de impuestos.
Finiquitada la bacanal consumista
y cargados como acémilas con decenas de bolsas en las que abundaba tabaco y
ropa, decidimos almorzar en un sencillo restaurante al aire libre, situado en
el mismo complejo comercial, y tras dar buena cuenta de una deliciosa empanada
“de pabellón”, que en un solo bocado incluía carne mechada, caraotas negras,
plátano frito y queso; procedimos a librar batalla contra la enorme parrillada
de marisco que ante nuestros ojos se presentaba, en una bandeja plateada, que
ocupaba la mesa de lado a lado, presidida por una espectacular langosta.
Fue entonces cuando vimos a María
de la Montaña, menuda y descalza, que encaramada sobre el capó de un coche, se
asomaba a los contenedores de basura con la esperanza de hallar algo distinto que
llevarse a la boca, que aquella putrefacta concha de cangrejo, que con avidez
chupeteaba. Aquella niña no llegaba a
los diez años de edad.
Ante la dantesca imagen, nuestros
estómagos quedaron encogidos por el espanto y probablemente también por la propia
vergüenza y un incipiente sentido de la culpabilidad. Nos sentimos sucios, despreciables, ruines
derrochadores que miraban para otro lado, ausentes de la realidad, pero a
quienes aquella mañana, se les cayeron al suelo sus gafas con lentes de madera,
y se toparon cara a cara con la cruel miseria.
La llamamos para que se acercara
a nuestra mesa, mas desconfiada, se bajó al suelo y se escondió detrás del
contenedor. De cuando en cuando asomaba
sus vivarachos ojillos que denotaban curiosidad a la par que temor, pero en
cuanto detectaba que la mirábamos, retrocedía de nuevo a su frágil
escondrijo. Traté incluso de aproximarme
a ella para invitarle a que se acercara, pero en cuanto me vio levantarme,
salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Cinco minutos después, volvíamos a descubrir sus enormes ojos,
vigilantes, observándonos desde los cubos de desechos.
Lo comentamos con el camarero que
nos atendía y éste, pronto nos puso en antecedentes. La pequeña se llamaba María de la Montaña,
tenía nueve años recién cumplidos y era la mayor de cuatro hermanos. Vivían en un poblado de chabolas en el
extrarradio de la ciudad junto a su madre.
El padre cumplía condena en una prisión de Caracas. La madre, alcohólica, ponía cada mañana en la
calle a los tres más mayores para que mendigaran y no había día que alguno de
ellos no recibiera una dura paliza por no traer a casa lo suficiente conforme a
las expectativas de su progenitora.
El empleado del restaurante,
convenció a la pequeña para que se acercara a nosotros. Le pareció bien que la invitáramos a comer
pero hizo mucho hincapié en aconsejarnos que no le diéramos dinero alguno a la
niña aunque nos lo pidiera ya que entendía que aquello solo beneficiaría a los
vicios de la madre y para nada revertiría en algo positivo para los pequeños.
Le dijimos a la muchacha que
comiera lo que quisiera de aquella parrillada o si lo deseaba, que se pidiera
el plato que más le apeteciera de la carta.
Ambas cosas hizo, mas la cima de su entusiasmo llegó cuando le sirvieron
un plato enorme de pollo con patatas fritas, su comida preferida según ella nos
contó y ante la que se desquiciaba en su educado empeño de tomarla con cuchillo
y tenedor.
-¡El pollo se come con las manos,
María!- le dijo Pilar sonriendo.
Y entonces asintió con una enorme
sonrisa y tomando un muslo con las manos, lo devoró con superlativa ansiedad y
deleite.
Eran sus ojos como dos gemas
pulidas que sacudían el normal contraste del día a día. Era su sonrisa un alegato a la esperanza
rendida a los pleitos de un mundo injusto que sin pedirle permiso, la había
sometido a la más oscura mazmorra; la de la desesperanza que crecía oculta tras
su infinita sonrisa.
-Esta mañana un viejo me ha dicho
que me daba cincuenta bolívares -menos de veinticinco pesetas- si le tocaba el
chaparro[1]-
comentó la muchacha. –Le he dado una patada y he salido corriendo ¡casi me
atrapa!-
-¡Qué hijo e’ puta!- dijo el
camarero - ¿sabes quién es? ¿Le
conoces?-
-No, ese no es de Porlamar. Me
parece que era turista- afirmó la niña.
-Ten cuidado cuando regreses a
casa y si ves a ese hombre de nuevo, sal corriendo y ven aquí a decírmelo. ¡Tu
madre no debería dejaros solos en la calle!-
se lamentó el del restaurante.
Mientras engullía un generoso
plato con distintas frutas troceadas, María de la Montaña nos habló de cómo era
su vida en el poblado de Los Cocos. Nos
dijo que le gustaba mucho la escuela pero que no podía ir tan a menudo como
ella deseaba pues su madre en muchas ocasiones se lo impedía.
-Don Matías, el cura, dice que
dibujo muy bien. Cuando sea mayor me iré
a vivir a Caracas y allí pintaré y venderé mis cuadros- Nos aseveró convencida
–Don Matías es muy bueno y nos ayuda mucho, pero mamita no le quiere, le va a
castigar Jesus por cotufa[2]-
Sobre las seis de la tarde, tomamos un taxi
para regresar a nuestro hotel. Al día
siguiente acabábamos nuestras vacaciones y debíamos tomar el avión hacia España. Allí se quedó María de la Montaña, con un
helado en la mano y cien bolívares en el bolsillo; quizá no se beneficiaría
materialmente de ellos, pero a buen seguro que le ayudarían a que aquella
jornada no sufriera paliza alguna.
Dios sabe que si hubiera sido
legalmente posible, María de la Montaña habría embarcado al día siguiente con
nosotros, rumbo a una vida mejor, pero lo triste es que allí se quedó,
abandonada a la suerte de una vida que nadie le dio la oportunidad de elegir.
María de la Montaña, si ha sobrevivido al páramo de desdicha por el que deambulaba, tendrá hoy en día
veinticinco años. Quizá, como ella
deseaba, viva en Caracas y sea una afamada pintora. Quizá nunca tuviera la oportunidad de volar
hacia sus sueños y siga formando parte de ese mundo de extrema pobreza, que
todos sabemos existe, pero que nadie queremos ver.
Cuantas veces nos quejamos por
medianías, mirando solo por nosotros mismos y obviando lo verdaderamente
dramático y humanamente importante.
Aquel día marcó un antes y un
después en nuestra vida y de manos de una niña, recibimos una lección magistral
que caló en nuestra alma con poderosa fuerza.
En todo confín de la tierra,
miles y miles de “Marías de la Montaña”, claman al cielo esperando que algún
día, acabe la injusticia para poder ver sus sueños cumplidos.
Tantas y tantas (demasiadas) Marias de la Montaña que pasan por nuestra vida sin dejar huella. Me pregunto si es puro individualismo, o si por el contrario se trata de un mecanismo de defensa ante situaciones que no hemos provocado y que nada podemos hacer por mejorarlas.
ResponderEliminarEn todo caso, te agradezco que en estos momentos tan difíciles para nuestro país nos recuerdes que siempre hay personas que lo pasan peor y que debemos dar gracias por lo que tenemos aunque sea poco y tratar de compartir ese poco con los que nada tienen.
¡Muy buena lección! Gracias José Carlos.
Un abrazo.
los pelos de punta, jose carlos, soy ucla, me gusto mucho, gracias..
ResponderEliminarPues sí Amaia. Demasiados dramas y poco empuje para solucionarlos. Somos unos privilegiados.. Besos
ResponderEliminarOstras Ucla, que alegría :))) ¿que te cuentas tío?. Bienvenido a esta mi humilde casa. Un abrazo compi
ResponderEliminarinteresante blog, josé, el leido algo, me gusta.. ahora a seguir leyendote, un abrazon colega...
ResponderEliminarucla
Otro para ti Ucla :)))
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