Sentado sobre la fría acera, trataba de aliviar el frío tapándose con un cartón enorme que había encontrado sobre un contenedor. La gente que por la calle caminaba, rodeaba aquel bulto que se hallaba en el suelo, sumergida en su mundo de pensamientos e ignorando a aquel ser humano que en silencio lloraba temblando de frío un día de Navidad.
Se llamaba Samuel y había llegado hasta Madrid procedente de tierras muy lejanas. Tenía tan solo diecinueve años y era el mayor de una familia de ocho hermanos en la que faltaba el padre, pues el mismo había muerto en la guerra que asolaba su país. Vivían juntos en una humilde casa de la ciudad de Nairobi, capital de Kenia y la vida para ellos, desde luego no era nada fácil. La guerra había destruido todo y el hambre campaba a sus anchas por cada rincón. No había apenas trabajo y el poco que había lo era en condiciones lamentables y con sueldos miserables.
Así que un día, Samuel decidió buscar su sueño y partió hacia Europa con la esperanza de encontrar una vida mejor en la que no faltara el trabajo para así poder ayudar a su familia a salir de la miseria. Atravesó lagos, montañas, desiertos; pasó grandes calamidades y fueron muchas las ocasiones en que rozó la muerte. Nunca olvidaría la terrible noche cuando a bordo de una barca, cruzó el Estrecho de Gibraltar en compañía de otras cuarenta personas entre las que había mujeres embarazadas y niños. Ya se veían a lo lejos las luces de algún pueblo que indicaban que la costa estaba cerca, cuando una ola enorme hizo volcar la frágil nave. Gritos de desesperación y después absoluto silencio y él, nadando en la oscuridad con todas sus fuerzas en dirección hacia aquellos destellos de la costa que cada vez notaba más borrosos. Despertó al amanecer tumbado sobre una playa de fina arena sin recordar cómo había llegado hasta allí. Probablemente había perdido el conocimiento agotado por el esfuerzo y el frío y las olas le habían arrastrado a tierra.
Se arrodillo sobre la arena, extendió los brazos y mirando al cielo, rezó y dio las gracias a Dios por haber cuidado de él. También pidió por que sus compañeros de aventura hubieran tenido su misma suerte. Así le había enseñado Tomás, el misionero que desde hacía ya muchos años, les educaba en la única escuela que existía en su barrio.
Se levantó y miró a su alrededor, pero allí no había absolutamente nadie; estaba sólo en aquella playa. Sintió el lejano sonido del motor de un coche y asustado corrió alejándose del mar. Temía que le detuvieran y le enviaran de regreso a su país y ahora que había conseguido lo más difícil, no lo podía consentir; ¡cada vez tenía más cerca lograr su sueño! Así que, corrió y corrió, como alma que lleva el diablo y tras varios días escondido en el bosque, alimentándose de raíces, finalmente se atrevió a dar el paso y se acercó a un pueblo cercano.
Gastó el poco dinero que llevaba encima en contactar con otros amigos que ya llevaban tiempo viviendo en España y en comprar en un supermercado una barra de pan que devoró con ansia. Esa misma tarde le recogía uno de sus conocidos acompañado por un miembro de una ONG de ayuda humanitaria y partían los tres en coche hacia Madrid, donde le acogieron provisionalmente hasta que encontrara un trabajo.
Pero pronto se dio cuenta de que nada era como se lo habían pintado. Parecía imposible encontrar un trabajo y la única posibilidad de ganar algo de dinero era buscándose la vida realizando tareas que no eran legales, para explotadores sin escrúpulos que se aprovechaban de su situación. Fue detenido en varias ocasiones por vender ilegalmente en la calle y para colmo, transcurrido unos meses, hubo de abandonar la casa en la que le habían acogido a su llegada pues no había dinero para mantener a tantos. Finalmente y para su vergüenza, hubo de practicar la mendicidad para poder sobrevivir. La calle era su casa Y allí estaba, temblando de frío y miedo en la tenebrosa casa de la indigencia a la que le había llevado un sueño que ya sentía como irrealizable.
Asomó la vista por encima del cartón que le tapaba al sentir a unos niños que subían calle arriba en dirección hacia donde él estaba y que cantaban villancicos pidiendo el aguinaldo a la gente que por la calle pasaba. Cuando llegaron a su altura, y para su sorpresa, los niños se pararon delante de él y comenzaron a cantar la canción “Noche de Paz”.
-Niños –dijo en el poco español que sabía –Yo no puedo daros aguinaldo. Soy pobre-
-No se preocupe -contestó una niña- Pensamos que le gustaría escucharnos-
-¡Claro que sí! – exclamó Samuel –¡A mí me gusta la Navidad!
Acabado el villancico, los niños empezaron a cuchichear entre ellos. El más mayor se dirigió a Samuel:
-Toma, es el poco aguinaldo que hemos sacado esta mañana. Es para ti – afirmó el niño.
-No, no puedo aceptarlo –dijo Samuel sorprendido – es vuestro dinero-
-Ahora es tuyo- dijo otro niño –A ti te hace más falta que a nosotros. Feliz Navidad-
-Feliz Navidad, niños. Muchísimas gracias-
Y los chicos continuaron su camino, cantando canciones navideñas con la satisfacción iluminando su rostro. Iban tan entretenidos que no se dieron cuenta de la presencia de un señor muy trajeado que en ese momento acababa de salir apresuradamente de un banco, con tan mala suerte que uno de los chavales chocó contra él y el hombre cayó de bruces al suelo.
Samuel acudió a toda prisa a socorrerle pero cuando llegó, éste ya se había levantado del suelo.
-Perdone señor- dijo el niño que había tenido el encontronazo- Ha sido sin querer.
-No te preocupes, hijo. No ha sido nada. La culpa es mía, que voy con mucha prisa y no veo ni por donde ando- contestó el hombre- Y hablando de prisa, disculpadme pero tengo que irme ya, que llego tarde a una reunión-
Así que aquel hombre, se subió en un coche enorme que allí estaba aparcado y a toda velocidad se marchó. Los niños continuaron su camino y Samuel se quedó allí, deseoso de acercarse a una tienda para comprar algo de comida con el dinero que le habían regalado los chavales. Se disponía a marchar cuando en el suelo observó, entre la calle y la acera, un bulto negro. Se agacho a recogerlo y resultó ser una cartera de piel. Nervioso examinó su contenido y encontró nada menos que seis mil euros en billetes de quinientos. Las piernas le flojearon, un nudo le apretó el estómago… ¡jamás hubiera imaginado tener en su poder una cantidad tan importante de dinero!.
-Seguro que es del señor que acaba de salir del banco- pensó –he de devolvérsela sin falta pues debe de tener un disgusto terrible, pero… ¿Cómo le localizo yo en esta ciudad tan grande?-
La idea de acudir a la policía con aquella cartera le aterraba pues tenía miedo de no saber explicarse bien en español, que no le entendieran o incluso que pensaran que él la había robado. –Yo no he hecho nada malo- pensaba –pero lo que faltaría es que ahora me parara la policía y me pillara con esto-
Valorando todo ello y armándose de valor, decidió que lo mejor era dejarla en el banco de donde minutos antes había salido aquel señor, así que, asustado, se dirigió al guardia de seguridad que estaba en la puerta, le contó como buenamente pudo lo que había pasado y allí dejó la cartera, lo que para él supuso un gran alivio.
Satisfecho de su buena acción, sin más demora acudió al supermercado con las monedas que le habían dado los niños y compró algo de comida. Pensó en gastarse todo, pero solo tomó lo necesario y al salir entregó el resto del dinero que le quedaba a un mendigo que pedía en la puerta –Toma amigo, es pan de Navidad- afirmó.
Eran las ocho de la tarde cuando un enorme coche que le resultaba familiar se detuvo enfrente de donde él estaba sentado. Se trataba del hombre que horas antes había perdido la cartera.
-Hola amigo- le dijo el hombre- Te estoy enormemente agradecido por tu gesto. El dinero que había en esa cartera era para la paga de Navidad de los tres empleados de mi pequeña empresa. Gracias a ti han podido cobrarla a tiempo. Quiero darte una recompensa por lo buen hombre que has sido-
-No se preocupe señor, he hecho lo que debía de hacer- contestó Samuel- No es necesario que me de nada. Me hace muy feliz saber que sus empleados podrán cobrar su paga extraordinaria y nunca podría aceptar un dinero por hacer algo que todos deberíamos hacer-
-Al menos acepta cenar conmigo y mi familia esta Nochebuena. Es lo menos que puedo hacer por ti amigo. Sube al coche conmigo y celebremos juntos la Navidad- le pidió aquel hombre agradecido.
Y Samuel cenó con aquella familia y conoció a los hijos y a los nietos de Andrés, que así se llamaba aquel hombre, y en la actualidad trabaja para él conduciendo la furgoneta de reparto de su panadería. Gracias a Andrés, tiene un contrato de trabajo que le permite vivir y mandar algo de dinero a su familia en Kenia. Si todo va bien, en breve podrá traerse a España a su hermano Elías, pues hay un trabajador de la panadería que se va a jubilar y Andrés le ha prometido ese puesto para su hermano.
Cada tarde, al salir de su tarea, Andres acude a la iglesia y se arrodilla delante del altar.
-Gracias, Señor, contigo a mi lado, todo es posible.
Un clásico, poeta! Feliz navidad!
ResponderEliminarSencillamente genial.
ResponderEliminarSaludos.
Sencillamente genial.
ResponderEliminarSaludos.
Maravilloso cuento, aventura y sin vivir con final feliz que es lo que Samuel se merece.
ResponderEliminarLo de los niños digno de mención!!
Felices fiestas para ti y todos los tuyos.
A cuatro cartones hay gente que lo llama hogar, que desproporción.
Un abrazo de gigante y Feliz año 2013 te deseo lo mejor.