viernes, 23 de diciembre de 2011

EL CÁNCER DEL ORGULLO

Era el pequeño de tres hermanos y como tal, creció buscándoles en la altura hasta que el tiempo igualó las cosas. Ocho años le separaban del mayor y seis del siguiente, reflejándose ambos, en el caminar diario del muchacho, como descomunales gigantes a lomos de corceles de sapiencia y de la que se empapaba con el convencimiento de forjarse en sus hechuras.

Vivían en un barrio de la periferia de Madrid, donde sus padres regentaban un bar, y en el mismo pasaba las horas, ya fuera ayudando al negocio o haciendo los deberes del colegio en una de las mesas blancas del local para después, con la tarea terminada, salir corriendo hacia el espacio de sus ilusiones, con una pelota de goma debajo del brazo, las canicas y chapas en el bolsillo, una sonrisa de oreja a oreja que regalarle a sus amigos y cientos de travesuras en su cabeza que compartir con ellos. 

La abuela pasaba muchas temporadas en casa, y a los otros abuelos, los padres de su padre, los visitaban los martes, que era el día que se cerraba por descanso, o los veía por allí cuando venían con algunos de sus tíos y primos que acudían al bar a visitarles, algo que se producía bastante a menudo y que se traducía en verdaderas tardes de fiesta infantil correteando por las calles del barrio o poniendo patas arriba la casa, en ausencia de adultos quisquillosos, por suerte entregados a menesteres de barra y tapa durante largas horas. 

Ciertamente era un niño muy feliz que, con el paso de los años, poco a poco, como la edad le exigía, fue tomando el testigo que sus hermanos dejaban en lo referente a ayudar en el ganapán familiar en tanto tomaban camino de la emancipación.

Las horas en la barra sirviendo vinos y cañas, siempre habían sido fuente de disputas entre ellos, algo lógico en etapas en las que el alma soñaba con volar y descubrir y que los padres trataban de aplacar investidos de templanza y buen hacer, pero al fin y al cabo, aun con los vaivenes y peleas, entre ambos se organizaban y a golpe de preciso cuadrante, capeaban la exigencia alternándose la faena, mientras el pequeño observaba la jugada limpiando la barra y preguntándose quién que sería su revelo cuando le llegara el momento de quedarse solo. 

Y solo se quedó, sin reemplazo al que esperar, cerrando la puerta a la época en la que sus hormonas arrancaban en frenético baile, contemplando estático tras el mostrador como sus compañeros de infancia, esos que ya hacía tiempo habían abandonado en el desván de su niñez cromos y tabas, pasaban delante de la puerta, vestidos de punta en blanco, camino del autobús que les llevaba al centro de la ciudad en busca de nuevos juegos. 

Sus hermanos, se acercaban por allí todos los domingos para comer en familia, e incluso tardes y noches de los días de más trasiego para echar una mano al clan, aunque ya sin agenda que coordinara, las horas entregadas por uno u otro. Aun no existiendo ya la imposición del paraguas comunal, ciertamente el sentido común contagiado con aromas de fraternal cariño, los acercaba por allí de la mano de nuevos y radiantes miembros de la tribu. 

Las desavenencias ya no se resolvían como antaño y cada desencuentro quedaba enquistado en las entrañas aumentando de tamaño a pasos agigantados según transcurría el tiempo. Desgraciadamente la hipocresía entraba en escena para cerrar en falso los lances relegando a un cuarto oscuro la otrora imperante sinceridad. 

En tanto, el pequeño aprobaba una oposición y marchaba lejos de Madrid para estudiar voluntariamente en un internado. En tierras aragonesas, sometido a la disciplina de un centro escolar exigente encontró las mieles de la adolescencia junto a excelentes compañeros cuyo recuerdo siempre le acompañaría. 

Alternaba los fines de semana acercándose uno a Madrid para ver a la familia y ayudar en el negocio y al siguiente quedándose en tierras mañas junto al grupo de amigos con el ánimo de disfrutar de una ciudad decorada a la medida de sus anhelos. Acabados los estudios pasados tres años, continuó por aquellas tierras ahora dedicado a su primer trabajo remunerado y posteriormente, transcurridos tres  más, sacó adelante una nueva oposición que, tras un breve periplo por otros lares, le conducía nuevamente a culminar su carrera en el mismo centro docente donde había empezado su aventura. 

En esta etapa postrera, fue cuando conoció a su novia que fue con quien, acabados ya los estudios y establecido en Madrid, finalmente se casó, contando entonces con veintiséis años de edad y una vida por delante al lado de ella repleto de ilusiones y sueños. 

Consecuentemente, los fines de semana se dio continuidad al ritual de allegarse a la casa familiar para ayudar a unos progenitores a los que tantos años de sacrificio empezaban a mellar sus castigados cuerpos. Llegó un día en que los huesos de la madre, machacados por la osteoporosis, no pudieron resistir más lo que implicó que, establecidos todos los hijos y a solo tres años de la ansiada jubilación de sus ancestros, se optara por vender el negocio dando carpetazo a toda una vida. 

Desde entonces nada volvió a ser lo mismo. Durante un tiempo continuaron viéndose, espaciándose cada vez más los encuentros. El pequeño aportó dos nuevos miembros a la familia que crecieron sin conocer el verdadero sentido de la misma observando cómo cada día que pasaba esta se alejaba más y más. 

Poco amigo de la hipocresía, dolido por la injusticia para con sus hijos, y a cuestas siempre con la losa de decir las cosas como las sentía, descubrió para pena suya, que ya no todos encajaban las verdades con el mismo corazón que antaño, lo que le pasó una implacable factura que terminó por diseminar los escasos fragmentos de afinidad que quedaban. 

Siempre se preguntó por las razones que habían conducido a tanto distanciamiento, siempre trató de buscar ocasiones para intentar reconducir las cosas. La contestación era que no pasaba nada y la excusa sistemática que era víctima de sus propias obsesiones. Se convenció del despropósito cuando un día, siendo el cumpleaños del pequeño, el niño de entonces cuatro años, y desde su inocencia, le dijo a su tío que le había llamado para felicitarle, que no le conocía… 

En esta Nochebuena, cenará al lado de su verdadera familia, la que ha elegido él, y este año está dispuesto a evadirse del tormento de los últimos años y no consentir que vuelvan a hacer daño a los suyos. Luego al día siguiente, en Navidad, acudirá a comer con sus padres y por suerte con uno de sus hermanos que, aunque indiferente de la realidad familiar, al menos se hace cargo de su desapego y pasotismo pero se esfuerza porque al menos, en estos días, en precio justo a sus padres, tengan ocasión de juntarse aunque sea una vez al año. 

Hace más de dos mil años, vino a la tierra el Amor Puro a modo de niño. Desde entonces cubrió de esperanza a todos los seres humanos enseñándoles que existía una manera de vivir en la que todos podríamos caminar a la par en Paz y Concordia. 

Hoy, una vez más, me sumo a ese reto y enterrando cualquier tipo de rencor, abro la puerta de mi corazón a todo aquel que se quiera allegar a él. Lo ofrezco sin peros, sin excusas e invito a reflexionar sobre los tesoros que en el camino de la vida nos vamos dejando atenazados por el cáncer del orgullo. 

Feliz Navidad amig@s.

2 comentarios:

  1. Yo apostaría sin pensármelo dos veces por volver a vivir las navidades de mi niñez, quizás sean los recuerdos o tal vez lo que mi cabeza quiera recordar, pero eran diferentes, el tiempo sin duda juega su mejor papel y arremete contra ese tiempo y lugar en que no importaba nada, pero nos hacemos mayores, lo que no quiere decir que abramos el corazón y la esperanza para recuperar lo perdido...abrazzzusss y mis mejores deseos de felicidad para esta Navidad, FELIZ NAVIDAD

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  2. Bellísimo relato!!!
    Muy Feliz Navidad para vos y los tuyos!!
    Cariños a montones!!
    Lau.

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