Andaban por aquellos tiempos los del ayuntamiento, actualizando el censo municipal, después de muchos años con todo este tema manga por hombro, y nos había llegado una carta en la que nos citaban en un colegio del barrio, para apañar sus archivos, del mismo modo que para distintas fechas, habían citado a otros vecinos de la ciudad. Así que, aquella tarde, todavía disfrutando de nuestras merecidas vacaciones por contraer matrimonio, nos dirigimos hacia donde nos habían dicho, para cumplir con el obligado trámite.
Ya de regreso a casa, y solventadas las diligencias burocráticas, caminábamos de la mano por las estrechas aceras de nuestra calle, llamada de Clara Campoamor, en homenaje a esta luchadora de las libertades; una larga avenida que discurría desde General Ricardos hasta los primeros mimbres del barrio de Pan Bendito, paralela a la tapia tras la que se escondían, nostálgicos entes sociales surgidos de las necesidades de la posguerra, y que aun se mantenían en pie, alentados por las necesidades de un barrio que no entendía de colores, sino de obviedades, que se plasmaban en la desinteresada caridad de los que humildemente laboraban tras aquellos muros de rojo ladrillo.
Quedaban apenas cincuenta metros para llegar al portal, cuando Pilar escuchó los gritos desesperados de un muchacho pidiendo ayuda. Yo, inmerso en mi superlativa capacidad de no dar tregua a mi lengua, tan solo era consciente de mi propio monólogo, ausente como de costumbre, de todo cuanto a mí alrededor acontecía. –¡José, ahí pasa algo!- dijo ella.
A escasos metros de nosotros, en una de las calles que unían perpendicularmente nuestra vía con el Camino Viejo de Leganés, se hallaba tendida en el suelo, en la puerta de una de las pocas casas bajas que en el barrio quedaban, una muchacha de apenas trece años, mientras a su lado un chaval, que seguramente no alcanzaba los veinticinco, gritaba desesperadamente tratando de hallar una ayuda que de nadie le llegaba. Arriba, en los balcones, a modo de improvisado palco de corrala, asomaban miradas curiosas que contemplaban la escena como si de una función se tratase, sin el ánimo de mover siquiera un cordel de su cuajo, por tratar de socorrer a la niña.
Corrí como nunca lo había hecho, y fue mi reacción tratar de insuflar aire a aquel inocente cuerpo cuya frialdad me avisó, que la vida lo había abandonado instantes atrás. La palidez se imponía a una piel infantil otrora oscura y dos agujeros sin humores, áridos en insolencia, en su mano izquierda y pie derecho, delataban que por los mismos quizá hubiera volado su ánima hacia mundos desconocidos a los mortales. Así lo confirmó el chico que clamaba a la soledad de su sentimiento, asegurando que la niña se había electrocutado con un secador que imprudentemente encendió descalza tras salir de la ducha, en una vivienda que clamaba a la manifiesta necesidad.
No obstante, continué tratando de sembrar un halito de vital esencia, a la par que con mis manos, oprimía con desesperación un pecho, que a modo de pellejo instrumental, expandía notas de marcha fúnebre hacia la cavidad bucal de la desafortunada chiquilla.
Un coche llegó en ese momento; no sabría decir de quien, pero inmediatamente alzamos a la niña al mismo, y montando en el asiento trasero junto a ella, el desesperado joven que trataba de socorrerla, salió el vehículo chirriando ruedas, camino de la esperanza del hospital más cercano.
Allí me quedé yo, temblando como si el frío me atormentase, llorando aferrado en el intento de consuelo de los brazos de Pilar. Miré hacia arriba, y los retazos de visión que mis lágrimas permitieron, solo vieron sombras estáticas ajenas de sentimiento, que asentían hipócritas como si de algo anunciado se tratase.
Recuerdo que subí a casa y que me ahogó la sensación de culpabilidad por no haber podido hacer algo más. Animado por Pilar, y apenas transcurridos quince minutos desde la escena, cogimos nuestro coche, y nos acercamos al Hospital Doce de Octubre, centro al que pensamos, probablemente habrían evacuado a la niña, como de hecho así fue. Me dirigí directamente a urgencias y en la recepción traté de informarme del tema. Me dijeron que la chica había ingresado cadáver. Incrédulo, yo trataba de expresar que habíamos hecho todo lo posible por salvarla y que quizá se tratare de un error. Un médico que en ese momento asomaba por el mostrador escuchó mis argumentos, precisamente el galeno que, a la postre, había certificado la defunción. Me llamó aparte, y cuál fue mi sorpresa cuando, felicitándome por mi desinteresada ayuda, también me aconsejó que nunca volviera a hacer algo similar en situaciones parecidas, argumentando que, “gentuza como esta es capaz de denunciarte alegando que tus atenciones sin conocimiento podrían haber provocado lesiones mortales de necesidad”.
Me quedé mudo, no quizá por las ganas de reivindicar argumentos sino por la plomada que había supuesto en mis adentros el haberme sabido peleando contra la invencible parca. La desazón me invadió e impidió mis arrestos a modo de implacable cepo.
Cuando ya marchábamos camino de casa, sentí en mi hombro la temblorosa mano de un crío. Se trataba de aquel que una hora antes gritaba desesperado pidiendo ayuda. Nos abrazamos llorando, el nos daba las gracias, yo decía…¡perdón!. Vinieron otros pocos a nuestra vera, y puede ver el agradecimiento en la tristeza de sus ojos húmedos.
Marchamos de allí, nuevamente camino a nuestro hogar, y vimos conveniente pasar por el piso de unos vecinos, que entonces sentíamos como de confianza, a fin de desahogar sentimientos e indagar por si algo más se conocía en el vecindario de lo ocurrido. Cuál fue nuestra desazón cuando incluso, se nos recriminó veladamente, el haber tratado de ayudar a gente tan “siniestra” como aquella de la casa baja. Todo les resultó indiferente, como si se tratara de un avatar cotidiano más de aquel castigado bárrio.
Desde aquel día, nunca más volvimos a estar a gusto en aquel nuestro “Primer Nido”. Nos lamentamos en muchísimas ocasiones de rondar aquella oscura suerte y fue gracias a la lotería del azar, que por circunstancias surgió una oportunidad en otra zona de la ciudad y apenas pasaron unos meses, que nos marchamos de allí.
Aquello me dejó marcado para siempre, pero como no hay dos sin tres, apenas había pasado una semana de la muerte de la niña, que viví otra circunstancia similar, en este caso con una persona mayor, y por un desvanecimiento sobrevenido. En esta ocasión mi reacción dio sus frutos, y esta persona se reanimó. Dicen que la mancha de mora, con otra se quita… No estoy de acuerdo, pero si afirmo como cierto que la vida es una lotería, donde a veces pierdes y otras te tocan maravillosos reintegros.
No soy quien para juzgar a mis semejantes. Ni soy, ni debo hacerlo. Errar es humano y así lo acepto, yo soy el primero que me equivoco a menudo. Quien diga ser perfecto, se engaña a sí mismo, pero ciertamente me entristece y avergüenza el haber comprobado, como la sensibilidad humana, es capaz de corromperse por prejuicios que alejan al mortal de su verdadera esencia racional.
Sensible tu texto, amigo. Sabia tu reflexión. Te he votado en Bitácoras. Un abrazo JC, Constampla.
ResponderEliminarMe ha encantado, que sensibilidad...
ResponderEliminarUn abrazo.
También te voté en Bitácoras.
Un abrazo.